Día del Seminario, 16 de marzo de 2014
Queridos diocesanos:
1. El evangelista san Marcos describe cómo era la comunidad de los apóstoles. Vemos que: “El Señor instituyó doce” y los llamó “para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar…” (Mc. 3,14). Estar con Él para conocerlo y escucharlo. Caminar con Él, en su entorno, y seguirle. Pero, al mismo tiempo, para enviarles a llevar a otros lo que iban aprendiendo a cuantos encontraran en el camino y en la periferia.
Los dos aspectos, aunque aparentemente contradictorios, van unidos: si están realmente con Él, estarán siempre en camino hacia otros, para darles a conocer todo lo que van haciendo suyo. Si queremos, al mismo tiempo, ser verdaderos enviados, tendrán que estar siempre con Él.
La formación de los futuros sacerdotes debe parecerse al ministerio público de Jesús. Compartía la vida con todos:“reír con los que ríen y llorar con los que lloran”. Su formación es exigente pues la Iglesia les va a encomendar una porción del pueblo de Dios, por la que Cristo entregó su vida. Esto lo conoce bien el seminarista que se prepara para vivir las palabras del Apóstol: “Eso que hemos visto y oído, os lo transmitimos…”. Así es el Seminario.
2. Lo que la Iglesia espera del seminarista es que un día sea un sacerdote santo y bien preparado. Que en su camino de constante conversión se acostumbre para inculcar y transmitir un día a los demás su entrega plena al servicio de Dios y a su Iglesia, su alegría, por la entrega, y su confianza sin límites en el Señor.
El pueblo fiel espera de sus seminaristas su exclusiva amistad con el Buen Pastor y la Santísima Virgen, Madre de los sacerdotes; que hablen con Cristo de corazón a corazón y que Él sea siempre el centro de sus vidas; que rechacen cualquier ostentación y que busquen “hacer carrera” mediante su ejercicio ministerial.
Por eso el seminarista se adentra cada día, sea de trabajo, sea de descanso, en la oración personal y litúrgica, se alimenta de la Palabra inspirada por Dios, convierte la celebración eucarística diaria en el centro de su vida. Busca la ayuda de formadores y profesores, sobre todo de su director espiritual, para alcanzar un día la meta propuesta: servir a Cristo y a su Iglesia con total entrega y plena disponibilidad. Así es el seminarista.
3. En cada bautizado existe una vocación común: ser de Cristo y vivir con Él. La vida cristiana comienza con una llamada y es siempre una respuesta continuada hasta el final de la vida. Cada uno hemos sido llamados por nuestro propio nombre. Dios es tan grande que tiene tiempo para cada uno. Éste es el gran misterio personal que debemos todos meditar para caer en la cuenta de ello y preguntarle muy personalmente al Señor: ¿qué quieres señor de mí?
La vocación sacerdotal encierra, sin embargo, una llamada, “aún más especial”. Conlleva entregar por completo la vida por Cristo y por su Iglesia. Ello implica una decisión valiente, decidida y, sobre todo, confiada para seguir esta llamada del Señor hasta el final, dejándolo todo. Es cierto que el Señor acompaña a los llamados y, una y otra vez, les dice: “No tengáis miedo”, porque quien confía en el Señor, nunca será defraudado.
El candidato al sacerdocio, en definitiva, abandona la idea de su autorrealización personal y se sumerge en la voluntad de Dios, dejándose guiar por ella en todo. Se va identificando con Cristo de tal forma y con el grupo, su futuro presbiterio, que ya forma “comunidad” desde el Seminario pues conoce las palabras de Jesús: “La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os améis unos a otros” (Jn. 13, 35).
4. Para promover estas vocaciones específicas al ministerio sacerdotal, para que el anuncio vocacional sea incisivo y produzca sus frutos cuando Dios así lo disponga, es indispensable el ejemplo de sacerdotes, padres y educadores que hagan de su respuesta vocacional cristiana un “sí” decidido y transformante. Es lo que mueve y marca al joven a tomar también él decisiones comprometidas para su futuro. Cierto que también será muy necesario asimismo iluminarles y acompañarles, pero los ejemplos de esas vidas de cristianos vividas con transparencia y decisión, será para ellos algo decisivo.
Sobre todo en los sacerdotes el joven ha de ver un hombre de Dios, que le pertenece y ayuda a conocerlo y amarlo. Junto a su ejemplo la oración del sacerdote siempre suscita vocaciones cristianas, también sacerdotales y religiosas. Cuando el joven observa en los sacerdotes que su vida es para el Señor, olvidándose de sí mismo, que vive aceptando a todo el mundo, preocupado por todos y en comunión con todos sin distinciones, sobre todo por los pobres, cuando todo el mundo puede ver su austeridad y alegría hasta contagiosa, este camino contagia e ilumina.
Cierto que la respuesta del joven a Jesús que le dice: “sígueme” es ardua y encierra una confianza plena en él, pero que sepa, como muchos conocemos por experiencia, que le llevará siempre de su mano, pase lo que pase. También la comunidad cristiana le apoyará y acompañará. Para eso la jornada anual del Día del Seminario, y tantos otros días del año rezando por los candidatos al ministerio sacerdotal.
Pidamos juntos al Dueño de la mies por nuestros seminaristas mayores y pequeños. Pidamos por nuevas vocaciones que todos anhelamos y deseamos para el presente y futuro de esta Iglesia.
Con mi saludo agradecido al Señor.
+ Ramón del Hoyo López
Obispo de Jaén
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